Cuento.
Armando Brugés Dávila.
¡Huy, qué pena! Ahí viene Juan Mendoza. Si aquella
tarde hubiera hecho lo que tenía que hacer, no estuviera en este lío ahora.
¡Qué vaina! A propósito recuerdo nuestra época de muchachos, cuando junto con
su hermano Eusebio y otros pelaos amigos de cuadra nos íbamos a coger mangos al
rio Manzanarez, en un recodo que llamaban Perehuétano. Nunca olvidaré la
incursión aquella en que el hermanito menor de uno de los del combo, se resbaló
cayendo a la quebrada, por aquellos días desbordada por las lluvias. Con la
fortuna que cuando las aguas parecían
arrastrarlo para golpearlo contra las rocas, fue precisamente Eusebio quien
logró asirlo de los cabellos y detenerlo en su carrera aguas abajo. El susto
fue tal que allí terminó el paseo. Mientras pensaba en estas cosas, Juancho,
como le decíamos sus amigos, se iba acercando cada vez más, por lo que tenía
que pensar rápidamente qué carajo le iba a decir para excusarme. Si bien es
cierto hacía rato que no nos veíamos, obviamente mi trabajo en otra ciudad tenía mucho que ver en ello, nuestra amistad
de adolescentes perduró a través del tiempo.
Fue precisamente el sábado de la semana que había
pasado cuando de manera accidental me topé con Tiburcio Quintero, quien entre
agitado y consternado, me preguntó: Supiste que murió Eusebio Mendoza?
Cómo así, no puede ser. De qué murió? No sé, lo único
que tengo claro es que lo entierran hoy en la tarde. Hombre, te agradezco la
información. Y continuó diciendo
Tiburcio, de todos modos sólo nos lleva la delantera. Lástima, era un buen
tipo. Hay que darle el pésame a la familia. Fue lo último que le escuché. Y
continuó raudo. Parecía que iba retrasado a algún sitio. Así era
siempre, vivía en un acelere permanente. Recuerdo una vez que nos invitaron a
una reunión política de un grupo de izquierda, que a la sazón se encontraba
reclutando jóvenes militantes y no muy bien iniciada la charla ya él estaba
pidiendo que le enseñaran a fabricar bombas molotov. Todos soltamos la risa. El
expositor, recuerdo, le señaló que en el ámbito de la revolución había que
caminar despacio pues a ella sólo le servíamos vivos y libres. Era la época en que la ciudad sólo contaba con un cementerio, el San
Miguel, pues el otro que existía era para enterrar a los ateos, paganos,
herejes y católicos satanizados por haberse suicidado. De pequeño, al pasar por
allí, sólo o acompañado, se me ponían los pelos de punta; la idea era que en
aquel sitio, por razones obvias, sentaba sus reales Lucifer y sus áulicos
demoníacos. Curiosamente se encontraba ubicado a una cuadra del club social de
la ciudad. Al San Miguel, entre tanto, lo separaba de la Cárcel Municipal,
conocida como el Panóptico, una plazoleta o peladero, donde en época de brisa
no se podía transitar porque los remolinos que allí formaba la Loca, como
llamábamos cariñosamente los lugareños a la brisa, no sólo levantaba las faldas
a las mujeres dejándolas en física pantaletas sino que había que cerrar bocas y
ojos so pena de correr el riesgo que se nos llenaran de tierra.
A medida que Juan se acercaba, las posibles excusas
pasaban por mi cabeza a velocidad alucinante, pero en mi afán de elaborar una
creíble, ninguna parecía llenar tal requerimiento. Recuerdo que aquella tarde
por puro y físico descuido no fui al sepelio y ahí radicaba el problema que se
me avecinaba.
De inmediato lo primero que hice fue comenzar a poner
cara de aflicción, digna de la ocasión. Al tenerlo al frente lo saludé y sin
dejar que me comentara nada, le dije: Juancho, sentí mucho la muerte de
Eusebio. El día del sepelio, no obstante haber llegado un poco tarde, te busqué
y al parecer ya te habías ido, pues no te pude encontrar, por eso aprovecho la
ocasión para expresarte mis condolencias.
Gracias Beto, te agradezco mucho; la verdad es que a
Eusebio lo enterraron, en Maracaibo, el murió allá de un infarto fulminante.
A lo que sólo atiné a decir: Entonces…, en cuál
sepelio estuve?
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