sábado, 20 de diciembre de 2014

Añoranzas y Esperanzas de fin de año.

Por Armando Brugés Dávila.

Los fines de año, incluida la Navidad, se perciben de manera diferente de acuerdo a como avanzamos en edad.  En los primeros la alegría es manifiesta, mientras que en los últimos la nostalgia es la que tiende a imperar. En ese camino llamado vida se extiende un inmenso puente de afectos, desafectos, alegrías y tristezas que, a fuerza de tozuda realidad van creando una especie de entramado  emocional que, paradójicamente, nos vuelve a unos sensibles y nostálgicos y a otros  serenos e insensibles. Razón tenía  el cantautor vallenato cuando nos dijo, que habían navidades tristes y navidades alegres, lo cual obviamente depende de muchos factores, entre ellos la edad.
En los primeros años, esperábamos el 24 con malicioso deseo; se trataba de una fecha diferente al resto de los días del calendario; la expectativa de los regalos por humilde que fuesen, nos llenaba de una alegría a veces sospechosa, y digo esto porque en oportunidades aun a sabiendas que la deidad que los obsequiaba nada tenía que ver con el suceso, poco o nada nos importaba. Tanto así que al actual cambiazo del niño de Belén  por el Papá Noel nórdico, realizado por el mefistofélico mercado, no se le ha dado la más mínima trascendencia. En aquella época también, de manera soterrada, le dábamos vigencia a un pensamiento popular que nos decía que a caballo regalado no se le debían mirar los colmillos.  
Como dice la canción boricua “el tiempo pasó y el destino borró la terrible nostalgia…” y el nuestro también pasó e igual fuimos engullidos por un vórtice que nos robó preciadas experiencias de vida que tuvimos en esta nuestra ciudad. Así fueron desapareciendo como por arte de magia, aquellas noches de lucha libre en el Teatro Rex, con la participación del multifacético Pedrito Conde; las peleas de boxeo en el Colonial, con un  Dumlop o un Cuzi en el tinglado; en ese remolino  también fueron devoradas de manera inmisericorde, las tardes domingueras de matiné en el Teatro Santa Marta, único cerrado, igual el Teatro Variedades, con una parte sin techo y otra con platea, con sus famosas Series algunas de las cuales se tenían que ver en dos tandas por su largo metraje; también se consumieron en esa vorágine de los tiempos, las noches de cine,  en La Morita, también sin techo y con sillas de madera, con su espectacular pantalla de Cinemascope y películas de gran factura técnica como El Cáliz Sagrado, Moisés o Los Diez Mandamientos; así mismo se esfumaron  las arepas fritas y asadas y los buñuelos de frijol, lo mismo que las hayacas y la chicha de maíz de Bodegón; igual los baños de mar en nuestra querida playa, la misma que como en el suceso de la custodia de Badillo, pero sin cura a bordo, nos robaron sin que autoridad alguna se percatara; quedaron  atrás los programas en vivo de la Voz de Santa Marta y la Radio Magdalena con sus locutores estrellas Hernando Cohen Salazar y Trom Brito respectivamente. Y así muchísimas otras experiencias que se perdieron en lontananza y que ya nuestra memoria se resiste a recordar.
Hoy el tiempo continúa su rumbo inexorable; pero qué digo, si los últimos datos parecen apuntar a que éste no existe y esta es otra pata que le sale al gato. De él como tal, se comienza a dudar hasta del carácter relativo que en su momento se atreviera a darle Albert Einstein. El mundo que conocimos los adultos mayores de hoy, que somos los niños de ayer, se nos cambió de manera tan repentina y abrupta, como la adultez misma, de la cual sólo fuimos conscientes cuando ya no había nada que hacer. Había llegado el momento sublime en que la frase “Para atrás ni para tomar impulso” se había quedado sin sentido porque ya nosotros estábamos detrás.
Alguna vez Borges dijo que el hombre era él y sus circunstancias, pero la realidad nos dice que el mundo ha cambiado tanto, que ya no sabemos exactamente de qué hombre estamos hablando y mucho menos a qué circunstancias no estamos refiriendo. Hemos comenzado a rodar cual bola de nieve, no sabemos si para arriba o para abajo; en estos momentos de locura cibernética cualquier cosa es posible, lo cierto del caso, es que ahora sólo la sensatez humana sería capaz de amortiguar el acelerado ritmo de autodestrucción que llevamos. Como seres vivos y racionales además, tenemos la obligación ética de ser optimistas y creer que aún contamos con el tiempo justo para retomar el camino, como lo propone el sabio de América, el uruguayo José Mujica, un camino que nos conduzca a una nueva era en la que prime la racionalidad e impere una justicia fundamentada en la equidad, lo que seguramente nos permitiría por primera vez, en el cortísimo tiempo que tenemos de existencia, vivir en paz siquiera por un segundo del tiempo sideral.



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