Por
Armando Brugés Dávila.
Los
fines de año, incluida la Navidad, se perciben de manera diferente de acuerdo a
como avanzamos en edad. En los primeros la
alegría es manifiesta, mientras que en los últimos la nostalgia es la que
tiende a imperar. En ese camino llamado vida se extiende un inmenso puente de afectos,
desafectos, alegrías y tristezas que, a fuerza de tozuda realidad van creando
una especie de entramado emocional que,
paradójicamente, nos vuelve a unos sensibles y nostálgicos y a otros serenos e insensibles. Razón tenía el cantautor vallenato cuando nos dijo, que habían navidades tristes y navidades alegres, lo cual obviamente depende de muchos
factores, entre ellos la edad.
En
los primeros años, esperábamos el 24 con malicioso deseo; se trataba de una
fecha diferente al resto de los días del calendario; la expectativa de los
regalos por humilde que fuesen, nos llenaba de una alegría a veces sospechosa, y
digo esto porque en oportunidades aun a sabiendas que la deidad que los obsequiaba
nada tenía que ver con el suceso, poco o nada nos importaba. Tanto así que al
actual cambiazo del niño de Belén por el
Papá Noel nórdico, realizado por el mefistofélico mercado, no se le ha dado la
más mínima trascendencia. En aquella época también, de manera soterrada, le
dábamos vigencia a un pensamiento popular que nos decía que a caballo regalado
no se le debían mirar los colmillos.
Como
dice la canción boricua “el tiempo pasó y el destino borró la terrible
nostalgia…” y el nuestro también pasó e igual fuimos engullidos por un vórtice que
nos robó preciadas experiencias de vida que tuvimos en esta nuestra ciudad. Así
fueron desapareciendo como por arte de magia, aquellas noches de lucha libre en
el Teatro Rex, con la participación del multifacético Pedrito Conde; las peleas
de boxeo en el Colonial, con un Dumlop o
un Cuzi en el tinglado; en ese remolino también
fueron devoradas de manera inmisericorde, las tardes domingueras de matiné en
el Teatro Santa Marta, único cerrado, igual el Teatro Variedades, con una parte
sin techo y otra con platea, con sus famosas Series algunas de las cuales se
tenían que ver en dos tandas por su largo metraje; también se consumieron en
esa vorágine de los tiempos, las noches de cine, en La Morita, también sin techo y con sillas
de madera, con su espectacular pantalla de Cinemascope y películas de gran
factura técnica como El Cáliz Sagrado, Moisés o Los Diez Mandamientos; así
mismo se esfumaron las arepas fritas y
asadas y los buñuelos de frijol, lo mismo que las hayacas y la chicha de maíz
de Bodegón; igual los baños de mar en nuestra querida playa, la misma que como
en el suceso de la custodia de Badillo, pero sin cura a bordo, nos robaron sin que
autoridad alguna se percatara; quedaron atrás los programas en vivo de la Voz de Santa
Marta y la Radio Magdalena con sus locutores estrellas Hernando Cohen Salazar y
Trom Brito respectivamente. Y así muchísimas otras experiencias que se perdieron
en lontananza y que ya nuestra memoria se resiste a recordar.
Hoy
el tiempo continúa su rumbo inexorable; pero qué digo, si los últimos datos parecen
apuntar a que éste no existe y esta es otra pata que le sale al gato. De él
como tal, se comienza a dudar hasta del carácter relativo que en su momento se
atreviera a darle Albert Einstein. El mundo que conocimos los adultos mayores
de hoy, que somos los niños de ayer, se nos cambió de manera tan repentina y
abrupta, como la adultez misma, de la cual sólo fuimos conscientes cuando ya no
había nada que hacer. Había llegado el momento sublime en que la frase “Para
atrás ni para tomar impulso” se había quedado sin sentido porque ya nosotros estábamos
detrás.
Alguna
vez Borges dijo que el hombre era él y sus circunstancias, pero la realidad nos
dice que el mundo ha cambiado tanto, que ya no sabemos exactamente de qué
hombre estamos hablando y mucho menos a qué circunstancias no estamos
refiriendo. Hemos comenzado a rodar cual bola de nieve, no sabemos si para
arriba o para abajo; en estos momentos de locura cibernética cualquier cosa es
posible, lo cierto del caso, es que ahora sólo la sensatez humana sería capaz
de amortiguar el acelerado ritmo de autodestrucción que llevamos. Como seres
vivos y racionales además, tenemos la obligación ética de ser optimistas y
creer que aún contamos con el tiempo justo para retomar el camino, como lo
propone el sabio de América, el uruguayo José Mujica, un camino que nos
conduzca a una nueva era en la que prime la racionalidad e impere una justicia
fundamentada en la equidad, lo que seguramente nos permitiría por primera vez,
en el cortísimo tiempo que tenemos de existencia, vivir en paz siquiera por un
segundo del tiempo sideral.
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