sábado, 30 de abril de 2011

El dia del terremoto.

Aquella noche la calma y el silencio solo eran interrumpidos por el aullido lastimero de los perros que parecían querer anunciar algo que a ninguno de los cuatro mil habitantes de la ciudad se le ocurría intentar comprender, habituados como estaban a la molicie y placidez del trópico; de otro lado los grillos y las chicharras, con los sapos y las ranas, guardaban un silencio sospechoso que aumentaba aún más ese pesado ambiente que reinaba en la ciudad aquella fatídica noche de 1.834, en la que seguramente no faltaría el amante furtivo "montado en potro de nácar con bridas y sin espuelas".
El reloj de Don Juan Antonio marcaba las dos y cuarenta y cinco.
Las puertas y ventanas de las desvencijadas casas de la población permanecían de par en par tratando de recoger la poca brisa que del mar venía y que refrescaba la terrible sofocación que experimentaba aquella noche extraña.
Don Juan Antonio Gómez, a la sazón gobernador de la Provincia de Santa Marta no había podido conciliar el sueño, incomodado por los aullidos de los perros que no cesaban y rascándose la cabeza sonreía recordando el lío que se había formado en la Corte madrileña al conocerse los desastres económicos ocasionados por el comején en distintas regiones de la América colonial. Tan grave pareció el asunto a la Corona que sin pensarlo dos veces, ordenó una acción punitiva sin cuartel como castigo a tan osados sacrílegos que se atrevían a atentar contra las propiedades "legítimamente adquiridas" por sus abnegados súbditos al otro lado del Océano, en el convencimiento de que los tales comejenes eran malvados e infames aborígenes y no precisamente pequeños pero poderosos insectos. Definitivamente la ignorancia podía con todo, pensaba Don Juan Antonio. Eran las dos y cincuenta y nueve minutos cuando el gobernador, se levantó a hacer "pipi" y en el momento en que en el reloj sonaban las tres de la madrugada comenzó a observar aterrado como su vaso de noche se alejaba en forma súbita haciendo un reguero increíble; en fracciones de segundos todo cambio en la ciudad y de aquella calma chicha no quedaba absolutamente nada, todo era confusión y espanto, las gentes no alcanzaban a percatarse de lo que acontecía.
¡El fin del mundo! gritaban unos.
¡EI demonio ha caído sobre nosotros! decían otros.
El terremoto parecía no querer detenerse. Fueron 5 o 10 segundos interminables, luego de los cuales el horror se apoderó de los habitantes de la Villa de Bastidas, quienes salían de sus casas, algunos hasta desnudos, gritando, llorando, orando los más, pero todos con el pánico reflejado en sus rostros.
El resultado de esta mala jugada de la naturaleza fue un saldo alto de edificaciones averiadas. Se calcula que unas cien casas fueron totalmente destruidas. Sin embargo y para fortuna de la villa, hasta donde se sabe y relatan las crónicas de la época, no hubo pérdida de vidas humanas. Los templos sufrieron daños importantes, la Catedral, por ejemplo, perdió la media naranja y parte de la torre; la iglesia de Santo Domingo, que se hallaba ubicada en donde hoy se encuentra la gobernación del Departamento, perdió la torre entera y la mayor parte del templo; en tanto que la iglesia San Francisco perdió la capilla que tenía a su espalda. Hoy ciento cincuenta años después recordamos con respeto y temor ese aciago acontecimiento que bien pudo haber terminado con la existencia de nuestra hermosa ciudad, puerta de entrada a esta América mulata y rebelde no solo del encubrimiento de la cultura occidental si no también del nepotismo europeo.

1 comentario:

  1. Interesante ese breve relato del terremoto en el cual Santa Marta perdió muchas cosas relativas a los valores de su gente y de los cuales hay notamos su carencia.

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