sábado, 30 de abril de 2011

Nunca falta un ...

Cuento.
Por Armando Brugés Dávila.

Aquella noche no había logrado cerrar los ojos, mi abuelita se la pasó quejándose del dolor y no tenía con que pagarle un médico para que la atendiera. No sabía qué hacer. Me estaba dejando ganar de la confusión y no convenía. Solo una opción quedaba, la de mi amiga Pastora. Ella me había propuesto ir a la entidad de previsión social a la que como empleada yo estaba afiliada, y hacerla pasar por mí.
No había otra. Tomada la decisión, solicité cita médica. La idea era que una vez obtuviera la orden, hablar con el doctor exponiéndole mi situación y rogarle me hiciera la caridad de atender a mi abuelita como si se tratara de mí, haciéndole ver que de no hacerme el favor la vida de ella podía correr peligro ya que se encontraba en delicado estado de salud, y no contaba con el dinero para llevarla a un médico particular.
Así lo hice.
Con la orden en mis manos y la satisfacción de haber logrado la primera parte de mi objetivo, fui a buscarla para llevarla a la consulta.
La espera duró dos largas horas, pues el doctor no sé por qué motivo se había retrasado. El llegar tarde parecia ser la costumbre de la mayoría.
Después de dos horas y una vez frente al galeno comencé a explicarle nuestra angustiosa situación. Al terminar, el doctor nos miró y en tono impersonal dijo:
- A ver, en estos casos me gusta ser muy claro. Como bien lo sabe, su abuelita no está afiliada a la entidad y por lo tanto no tiene derecho a este servicio. Esta orden viene a nombre suyo, no de la señora y eso no deja de ser un problema, pero de alguna manera se puede obviar, siempre y cuando cuente con la colaboración suya.
- Claro doctor, ni más faltaba.
- Muy bien, yo le hago el examen, pero con la condición de que me cancele la mitad de lo que cuesta una consulta particular.
- Pero doctor, si a usted con la orden que le he traído igual le van a pagar.
- Señora por favor, compréndame, yo no puedo regalar mi trabajo. Tenga en cuenta que se está ahorrando la mitad del valor del reconocimiento. Si le sirve así bien, en caso contrario hagamos de cuenta que no ha pasado nada.
- Doctor, no tengo alternativa. Espérenos mañana. Con permiso.
- Sigan ustedes, que mi Dios las acompañe.
Dejé a mi abuelita en la casa y salí en busca de mi amiga Pastora para que me orientara a ver con quién diablos podría conseguir prestado el dinero. El asunto no daba espera.
Pastora escuchó mi relato en silencio y al terminar solo atinó a decir:
¡Miserable! Solo le faltó pedirte que te acostaras con él.
Salimos entonces hacia la casa de don Salomón. Allí todo quedó resuelto al dulce veinte.
Al día siguiente:
- ¿Trae el dinero?
- Si doctor, aquí tiene.
- Gracias. Por favor tomen asiento.
Quince minutos después, y una vez terminado de auscultar a mi abuelita, me entregó un papel en el cual ordenaba unos análisis de laboratorio. Al leerla me encontré con que la misma estaba a mi nombre, algo que no tenia sentido porque era volver al principio, y se lo hice ver inmediatamente. A lo que respondió:
- Vea señora, yo no puedo hacer otra cosa. Si hago lo que usted me pide cometería una falsedad. Así como consiguió la primera, búsquese la otra.
- Pero doctor, no entiendo. Yo fui clara con usted, precisamente para evitar situaciones como ésta fue por lo que le pagué el favor.
Escuchar esto último pareció sacarlo de casillas y con la voz entrecortada por el enfado me respondió:
- Señora, está muy equivocada si piensa que puede menoscabarme. Yo soy un profesional de la medicina y como tal no le permito a usted ni a nadie poner en duda mi ética.
- Pero doctor...
- Por favor, no hay nada más que hablar. Que pase el siguiente.
- Mi abuelita, con su rostro demacrado por el paso inclemente del tiempo y por lo duro que le había tocado en la vida, entre desconcertada y anhelante solo atinó a preguntar:
- ¿Qué pasó?

Santa Marta, diciembre 15 de 2010

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