sábado, 30 de abril de 2011

Luto en el Caribe.

A mi amigo Antonio Blanco Ramírez.

En los tiempos en que Pescaito era el asiento casi natural de riohacheros, dibulleros, camaroneros, punteros y otros grupos guajiros que venían a estas tierras, nadie recuerda cómo, pero el hijo de Micaela murió.
Su dolor de madre se escuchó en todo el playón.
Micaela, ante el féretro de su hijo a voz en cuello reclamaba a su Dios el haberselo arrebatado, dejándola en la más infame soledad.
Tú no puedes ser tan malvado, le decía.Pensando que ya no tendría a quien mandar a la casa de su antiguo marido, al otro lado del barrio, en donde vivía con su nueva moza, a buscar la plata que le servía para comprar la comida diaria en la plaza de mercado del centro, diagonal a la antigua Iglesia de San Francisco.
En aquel ambiente canicular de un trópico inclemente pero sano, los quejidos de la mujer se fueron haciendo cada vez más pesados y tristes, el mundo se le había venido encima y esta sola idea le generaba un terror que le embotaba los sentidos.
Lo que hacía más terrible la tragedia, era el tiempo de su ocurrencia, diciembre era el mes de las relaciones vitales afectivas mas profundas, de las grandes tristezas y de las alegrías intensas. A partir de entonces a Micaela se le cambio el mundo, de la mujer alegre y fantasiosa que del baile había hecho una de las razones de su vida, al punto que sus vecinos la comparaban con la legendaria María Barilla, la famosa reina del porro en las sabanas de Bolivar, quedaba muy poco.
Ahora vestía de riguroso luto, bata negra y larga que le llegaba a los tobillos cerrada al frente con grandes botones también negros, mangas largas y cuello alto, como era la usanza, debajo de la cual era costumbre usar otro traje llamado “ negrito “, de fondo blanco con pintas negras, el cual servia para estar en la casa. De igual manera sus aretes y anillos estaban forrados con tela negra, su cabeza permanecía cubierta con una pañoleta del mismo color. El conjunto en sí, bien podría interpretarse como la renuncia dramática y consciente a todo aquello que amable y generosamente le brinda a los seres humanos el acontecer irrepetible de la vida.
Ofelia, la dueña de la única tienda de aquel caluroso sector, su mejor amiga, la acompañaba en su angustia y todas las noches se convertía en testigo de un llanto nervioso con el cual Micaela, en la tienda, le expresaba su sufrimiento y lo difícil que le resultaba sobrellevar su tragedia. Su confidente la escuchaba en silencio, rumiando su impotencia y renegando de las injusticias de la vida. A su entender Micaela no había sido una mala mujer para recibir tan duro golpe, infortunadamente así le había tocado y no había nada que hacer, aparte de tener resignación.
Se iniciaba febrero y los vecinos ya comenzaban a pensar en el carnaval.
Los dueños de tamboras comenzaban a templar sus cueros y los vendedores de baratijas a traer sus telas de floripones, sombreros de toda clase y máscaras de papel representando burros, tigres, conejos, leones, pájaros y todo cuanto se pudieran imaginar aquellos artistas populares. Mientras que por la ruta de la clandestinidad los capuchones y antifaces comenzaban a circular con el único propósito de permitir a las mamasantas de siempre su presencia en los salones de baile que surgían como por arte de magia en esta época de carnaval.
Una noche Micaela llegó a la tienda y en tono apesadumbrado comentó:
Ay niña Ofe, no se que me está pasando, pero últimamente no puedo conciliar el sueño. Si sigo así me voy a volver loca.
- Mija no te preocupes, eso te pasará. Acuérdate del dicho aquel que dice que no hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo resista.
- No niña Ofe, no es por mi hijo. Es otra cosa, pero la verdad no sabría decirle exactamente que es.
Una semana más tarde, en una noche de luna llena con las que el cielo del Caribe suele adornarse, grupos de mayores, como era costumbre en época de carnaval, se comenzaron a reunir en las esquinas para realizar allí sus tamboras, cumbiones en donde las personas de más edad y otras más jóvenes, pero en ningún caso niñas, comenzaban a bailar al son de tamboras contratadas para el efecto. En aquellos tiempos era costumbre que en cada dos o tres esquinas los vecinos organizaran una tambora. En ellas hombres y mujeres bailaban al son de los cueros, ellos alardeando de su machismo y ellas como pequeñas arañas demarcando con las plantas de sus delicados pies filigranas en que existencia y ritmo parecían confundirse.
Los tambores y las flautas de millo comenzaban a escucharse llamando a los bailadores, a quienes la sangre bullía de manera similar a las brasas del fogón allí encendido para que los alumbrara durante el baile, el mismo que acuciado por la brisa lanzaba miles de brillantes chispas que contribuían a aumentarlo disminuyendo la penumbra de la noche.
La tienda de la señora Ofelia quedaba precisamente en una de esas esquinas, razón por la cual en aquel sitio comenzaba a arremolinarse la gente, lo que aunado al ruido de los tambores casi que impedía a las dos mujeres hablar.
- Niña Ofe, esta fiesta me da mucha nostalgia. Es más, me hace recordar a mi difunto hijo, él siempre me acompañaba a comprar la tela con la que me hacía la saya que luciría en la cumbiamba.
De pronto se dio inicio al cumbión y las mujeres esperma en mano, caracoleando lentamente sus faldones, comenzaron a girar sobre sí mismas y en derredor del círculo previamente establecido. Los hombres por su parte, sombrero en mano giraban en torno a ellas, agitando sus cuerpos con soterrada lascivia, como intentando cada uno lograr la rendición de su pareja y alcanzar de esta manera su entrega en un acto lujurioso de sometimiento carnal.
Mientras tanto Micaela, inquiría a su amiga Ofelia:
- No será que esta maluquera se me pasa con un traguito de caña?
- Si tu lo crees así, tómatelo. Dicen por ahí que al cuerpo hay que darle lo que pida.
- Bueno sírvame uno, pero eso si se lo pago mañana.
Al primero siguió el segundo y otros más. Y a cada nuevo trago Micaela iba sintiendo como si la sangre se le fuera arremolinando en sus sienes confundiéndola cada vez más en un torbellino de sentimientos encontrados.
De pronto como queriéndose escuchar a si misma gritó a pleno pulmón:
- Se acabó el luto, carajo.
Y dirigiéndose a su amiga, le dijo:
- No soporto más esta vaina. Yo quise mucho a mi hijo, pero el sonido de esa tambora es superior a mis fuerzas.
Y haciendo un gesto de resignación emocional voluntaria se recogió el faldón negro y lanzandose a la ronda cumbiambera, se hundió en el remolino cadencioso y erótico del pam pam de los cueros y el pagano sonido de las flautas de millo.
Santa Marta, Febrero 9 de 2011

2 comentarios:

  1. Extraordinario relato. Aparte de la carga literaria se trasluce el aspecto de lo real correspondiente a esa vieja época de Pescaito de los años cincuenta y sesenta. Bien.

    ResponderEliminar
  2. ME ENCANTA EL HILO NARRATIVO Y LA TERMINOLOGIA QUE USAS. ENTRE LAS PALABRAS PERMITES DIBUJAR LA REALIDAD DE AQUELLA EPOCA CON UN SABOR DE NOSTALGIA.

    ResponderEliminar