martes, 16 de agosto de 2011

Un mal negocio.

Cuento.

¡Mijo no se case con cachaca!
La primera vez que escuché la frase de labios de mi vieja no alcancé a sospechar la magnitud del mensaje. Incluso llegué a pensar que carecía de sentido. Mi modelo de compañera lo tenía muy bien definido y a ello había contribuido obviamente mi origen y mi forma de vida caribeña. En aquellos años mi sueño de mujer era una morena culiparada, algo sumisa y oliendo a mar. Una interiorana no estaba ni remotamente en el inventario de mis querencias.
Pasó el tiempo y un buen día me encontré en un bus rumbo a Bogotá, iba con todos los fierros, pleno de ilusiones, obsesionado con la idea del éxito.
Una tarde, sin poder recordar exactamente que hacia yo por aquella calle, la vi, menudita, con un cuerpito que en mi mundo de corroncho solo creía posible encontrar en las hembras de mi tierra.
De allí en adelante el casette de mi vida se pegó una acelerada tal que sin saber el cómo, el cuándo y el donde ya teníamos tres hijos.
Recogiendo mis pasos, como decían los abuelos, recuerdo que la capital me acogió, no muy bien de entrada, pero me acogió. Comencé de mensajero en una farmacia, luego pasé a operario de un depósito farmacéutico, llegando más tarde a ocupar el cargo de visitador médico.
Mi compañera, serrana al fin, se adaptó fácilmente a mi naturaleza de machista costeño, egoísta y celoso. A decir verdad me sentía realizado. Un día cualquiera una compañía farmacéutica me ofreció la representación de sus productos en un sector de la costa atlántica y además ofreciéndome como base de operaciones mi ciudad natal. Me sentí hecho. Era volver a mi tierra a demostrarle a mi gente que el vago que decían que era, se había convertido en un serio y calificado promotor de una importante productora de artículos farmacéuticos.
Trabajar en mi tierra era algo que siempre me había atraído, pero sin llegar a pensar que la ocasión se presentaría en esa forma tan inesperada. Desaprovecharla hubiera podido ser causa de arrepentimientos futuros. No podía quejarme, tenía un hogar y un trabajo que a más de gustarme, algo difícil de lograr en un país de desempleados, despertaba, al igual que lo hacia mi mujer, la envidia de más de uno. Que más podía pedir, viviendo en un país en donde amanecer vivo era de por sí una hazaña.
Solo y orgulloso llegue a mi tierra, mi familia había quedado en la capital, esperando que me ubicara y recibir la orden de viajar. Con sorpresa me encontré con que la mayoría de mis amigos de infancia al igual que yo, habían emigrado en busca de mejores oportunidades, otros se habían perdido en los vericuetos de mi memoria, mientras que ellos a mí parecían haberme extraviado en los abismos profundos de las suyas. Me encontré sin amistades en mi propia tierra.
No obstante haber llegado a la casa materna, en la primera oportunidad me lancé a conseguir residencia para mi familia. Quería sorprender a mi mujer y a mis hijos con una casa grande en donde no solo ella pudiera satisfacer su afición por las plantas si no que ellos pudieran jugar sin las ataduras de una vestimenta hostigante y pesada a la que los obligaba el medio bogotano.
Por fin llegaron, pero el agobiante calor de la costa comenzó a maltratar sus humanidades. La menor comenzó a mostrar serios quebrantos de salud. El proyecto no daba muestras de querer cuajar, pero al final se adaptaron.
Ocho meses después llegó nuestra primera visita, los padres de mi mujer. Duraron un mes largo. Poco después de la ida de mis suegros, un cuñado que vivía en una población cercana comenzó por visitarnos los domingos para terminar cayéndonos religiosamente en cuanto puente festivo se presentaba. En el mientras tanto un tío y su hija, esta última ahijada de mi mujer, quienes vivían en Fusa, comenzaban a considerar imperdonable desaprovechar la oportunidad de conocer la Costa cuando solo necesitaban gastar los pasajes. Afortunadamente su visita duró apenas veinte días.
Después fueron dos de sus hermanas quienes aprovechando su condición de varadas en la capital decidieron venirse a estas tierras a temperar la “vacancia obligada” a que estaban sometidas por falta de empleo. Cuando una de ellas al cabo de un mes se decidía a hacer maletas, por incompatibilidad climática, se vino entonces una tía con su hija y la nieta de escaso año y medio quien por obvias razones no perdía oportunidad para llorar, especialmente por las noches.
¡La locura! De visitador médico me había convertido en administrador de “Residencia”, con el agravante que me tocaba pagarlo todo.
Que vaina, definitivamente mi error fue casarme con una cachaca.
¡Razón tenía mi mamá, caramba!

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