martes, 16 de agosto de 2011

Y le pesó toda la vida.

Cuento.
Por Armando Brugés Dávila.
Ya en su lecho de muerte Vespasiano se hizo la pregunta y la misma lo cogió fuera de base, su cabeza comenzó a darle vueltas. Entonces recuerdos desordenados comenzaron a cruzar por su cerebro a los que él de alguna manera intentaba ordenar.
Así fue siempre. Desde niño, recordaba como los adultos le reclamaban porque no las daba ante cualquier detalle que tuviera que ver con él y su relación con ellos, pero para su infortunio nunca pudo entender el porqué de tal reclamo.
Con esa casi que milagrosa capacidad que tienen los seres humanos de poner en presente su pasado, a su mente seguían llegando de manera atropellada los recuerdos de cómo en su casa, ni su abuela, pasando por su madre, quien entre otras cosas ejercía el papel de “madre cabeza de familia”, tampoco sus hermanas y hermanos, y menos aún un tío político que vivía con ellos, se las daban a él por nada, pero de alguna manera vivían exigiéndoselas.
Era el último de una camada familiar en donde, como sucedía en la mayoría de los núcleos familiares pobres del tercer mundo no existía padre para mostrar. Mucho tiempo después entendió la situación, el bajo nivel de educación de los mayores, a lo sumo el tercer año de primaria, lo normal en la época que les toco vivir, era una de las causas. Lo que aunado a una tradición cultural que fomentaba y alimentaba el derecho a oprimir que tenían los mayores, fundamentado en un machismo crónico, terminaba de cerrar el círculo. Era un ambiente en el que se aceptaba casi que como mandato divino que el mayor o más fuerte ordenara y el menor o más débil obedeciera. Sentencia que obviamente aprovechaban incluso los hermanos mayores y los varones para ejercer su poderío en la medida que al interior del grupo se les permitiera.
De igual manera recordaba como en ese fabuloso mundo de socialización que es la escuela, y la suya fue la pública, se encontró con una situación similar, a la de su casa. Allí directivos y maestros pedían y exigían que se las dieran. Y era lógico, a los profesores, criados también en esa cultura machista y opresiva, tampoco nadie se los había enseñado y mucho menos que ellos debieran dárselas a sus jóvenes discípulos, antes por el contrario fueron levantados en la idea consciente o inconsciente que hacerlo podría entenderse como una debilidad magisterial. Esa fue la razón por la cual en su cosmología libertaria nunca pudo asimilar que darlas fuese de una importancia tan vital, socialmente hablando, y por el contrario durante largo tiempo interpretó que hacerlo era un gesto de humillación y sometimiento.
Ahora ya tarde, cercana la hora de volver a ser parte de la energía universal, percibía de manera irracionalmente clara que ellas, como las células glía que cumplen funciones de sostén y nutrición en el cerebro, contribuyen de manera casi mágica a las buenas relaciones entre los seres humanos. Pero ya era tarde, en casa nunca se le explicó y en la escuela tampoco. Hoy un mal entendido por no dar unas gracias de manera oportuna lo tienen al borde de la muerte.

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