martes, 25 de octubre de 2011

El círculo vicioso de nuestra política.

Por Armando Brugés Dávila.
Hace un cuarto de siglo se producía la reforma constitucional que instauraba la elección popular de alcaldes, lo que en su momento se consideró el más importante logro político de la segunda mitad del siglo XX. Con ella, dis que se acababa de un tajo con la corrupta costumbre de nombrar a dedo a los administradores de la cosa pública en ciudades y poblaciones menores. Hasta entonces los dineros del Estado, ese que aportamos los ciudadanos comunes y corrientes, se suponía servían para asumir los costos de las obras y servicios que requería la comunidad, es decir, ejercían una función social, no tenían ánimo de lucro. Sin embargo, muchos administradores estatales terminaron realizando triquiñuelas que permitieron a muchos quedarse con parte importante de los mismos. Fenómeno de inmoralidad que fue creciendo al punto que se volvió inmanejable y fue uno de los motivos que se adujeron para cambiar las reglas de juego en el 86. Interesante caer en la cuenta que en aquel entonces el problema ético ya existía y de qué manera.
Pero con la reforma nadie pareció percatarse que algo tenebroso se cocinaba tras bambalinas. Salvo los proponentes, claro está, pertenecientes ellos precisamente al sector que había venido pelechando con el desorden anterior. El tan cacareado modelo de soberanía popular, iba acompañado de una propuesta perversa, mediante la cual la empresa privada podía entrar a manejar los dineros públicos. Hacia allá apuntaba la descentralización política, fiscal y administrativa de dicha reforma, basados en el falso supuesto de que el Estado era un mal administrador y por lo tanto la administración de los fondos y servicios públicos deberían pasar al sector privado. Se pasaba por alto un detalle: el capital privado tiene su razón de ser en la utilidad, para él la función social no tiene sentido.
En principio la propuesta parecía inocente, y sobre todo salvadora, teniendo en cuenta que para la época ya se había iniciado, por los mismos que administraban el Estado, una soterrada campaña de desprestigio contra la capacidad de manejo empresarial del mismo. Proceso que precisamente tuvo que ver con el posterior desmantelamiento de los Ferrocarriles Nacionales, el desmonte de Puertos de Colombia y el cierre de la Flota Mercante Grancolombiana.
Ahora resulta, que en criterio de esos mismos señores que la promulgaron y ante un desbarajuste peor que el que originó dicha reforma, ésta no sirve. Así lo expresan algunos príncipes del establecimiento. Incluso algunos, muy respetables sectores de opinión, han llegado a decir que los grandes beneficiados de este aquelarre financiero en que se convirtió la administración pública local, lo fueron la guerrilla y las autodefensas. Mientras que a muchos de los integrantes de la clase política tradicional, apenas se les señala como complacientes observadores, cómplices expectantes o cuando mucho cohonestadores del mismo, pero sólo como una manera de salvar sus feudos. Esto es lo que se llama pasar de agache. Es decir: nadie perteneciente a la clase política de este país, aprovechó tal situación para aumentar de manera escandalosa su patrimonio. Será que alguien se cree este cuento?
Incluso, ahora se dice que por esa absurda manera de elegir a los mandatarios locales, el 90 % de los municipios del país quedó o quedará en manos de los ilegales, pero paradójicamente todos los que están o estarán en las gobernaciones, alcaldías y concejos del país son o serán legales. Nuevamente el problema radica en la norma: si ésta se cambia, se arregló el chico. En qué quedamos. Con aparatos legislativos pensando y actuando de esta manera, es imposible comenzar por el principio, como se debe, ningún proceso de reingeniería social.
El fundamento de una transformación social, si de verdad se quiere hacer un cambio en las costumbres ciudadanas, sólo es posible a partir de la educación. Sin una educación previamente definida en consenso y comprometida, ninguna sociedad puede dar inicio a su propósito natural de alcanzar el bienestar de la mayoría de sus asociados. Se sabe que los cambios sociales requieren por lo menos de dos o tres generaciones para alcanzarlos. Pretenderlo en cuatro años y mediante reformas ridículas, es simplemente una farsa, de las cuales parece que ya el mundo comienza a cansarse.

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