domingo, 11 de diciembre de 2011

Brillantino.

Cuento.

Por Armando Brugés Dávila.
El viaje a la capital estaba próximo. Estanislao había culminado con éxito académico sus estudios secundarios, lo cual le permitió hacerse a una beca para estudiar en una prestigiosa universidad de la capital.
Ese era el motivo para abandonar su pueblo y todo lo que a él lo ataba, especialmente su mascota, un mochuelo al que le puso  Brillantino, nombre que sacó de la canción de Adolfo Pacheco. Esta hermosa criatura le levantaba todas las mañanas con sus trinos y le iba a resultar muy difícil estarse sin ella. Pero no había caso, así era la vida.
Ya en la universidad y transcurridos algunos meses,  una tarde después de clases, un compañero de curso con quien había hecho amistad lo invitó a una fiesta, la que gustoso aceptó.
Ya tenía más de una hora de estar en la reunión, y aunque la misma estaba muy animada, se encontraba aburrido. Las chicas parecían poco interesadas en intercambiar con él. Seguramente, pensaba, por la pinta de provinciano recién desempacado que le debía acompañar por aquel entonces y que seguramente le hacía poco atractivo para ellas.
Incluso ya le había comentado a su amigo sobre el deseo de retirarse, cuando de pronto apareció. Era una negra, increíblemente atractiva. Bastó  que cruzaran sus miradas. Ahí comenzó todo. La noche cambió de manera repentina y las experiencias nuevas se fueron sucediendo unas tras otras. A medida que avanzaba el baile, el cuerpo de ella se apretaba cada vez más al de él, como queriéndose confundir en uno sólo.
Se despidió de su amigo, con el compromiso de verse el lunes en la clase de Antropología, pues la chica le había invitado para que con otra pareja, amigos de ella, irse a su casa para escuchar música y que los sorprendiera allí la aurora del domingo. La idea le pareció full bacana. En su tierra un programa así, en la casa de una amiga era impensable.
Al llegar a la casa Lía, así se llamaba su amiga, le dijo que sus padres estaban en el segundo piso, pero que se estuviera tranquilo, que ellos se encerraban en su cuarto y no oían nada. Ya en la sala, se sentaron, Lía encendió el equipo de sonido y José, así se llamaba el otro amigo, pidió a su amiga Susana que sacara de su mochila la botella de aguardiente, la cual ella puso sobre la mesa. Lía por su parte subió a su cuarto y bajó trayendo en sus manos un cigarrillo parecido a los que alguna vez le había visto armar a algunos campesinos con sus dedos antes de iniciar sus duras labores. En el campo, los cigarrillos en paquetes no eran cosa común.
Lía, sentándose a su lado, sin problema alguno le preguntó:
¿Alguna vez has fumado marihuana?
En aquel momento dio gracias que estaban a media luz, pues de lo contrario ella se hubiera percatado de su turbación. Nunca se había sentido cogido tan cortico y menos en circunstancias tan especiales. Sintió complejo de varón y decidió continuar el juego, diciéndole:
- Para decirte verdad, sí. Fue una vez con unos amigos del colegio, pero para serte sincero, no sentí nada.
Lía, dirigiéndose a José y a Susana, quienes miraban expectantes, dijo:
Bueno, eso facilita las cosas. Iniciemos el viaje.
Dos años después se encuentra en su casa. La caída en la droga le determinó  bajo rendimiento académico y obviamente la pérdida de su beca. Durante algunos meses logró engañar a sus padres, haciéndoles creer que estaba estudiando cuando en verdad, comenzó vendiendo los libros de estudio y terminó vendiendo hasta la cama. Sus amigos desaparecieron. Lía terminó fugándose con el amigo de aquella noche, de Susana no volvió a saber. Su  condición de drogadicto, esa que le hizo incursionar por la coca, la heroína y el bazuco, le resultaba aterradora, pero motivos indescifrables le impedían salir de ese hueco. El hambre comenzó a azotarlo y eso lo devuelve a casa. Había perdido la vergüenza.
En casa no tuvo más remedio que contarlo todo. A su padre se le vino el mundo encima, no entendía cómo su hijo había podido caer tan bajo. Su madre en cambio, lo miraba con ojos de angustiosa piedad, sin saber qué decir. Todo fue silencio.
El volver a casa no arregló nada. La droga comenzaba a conseguirse fácilmente también allí. Todas las mañanas, Brillantino,  lo levantaba con su trino y él volvió a poner su alpiste. Era un regresar a su rutina de antaño, pero ahora enredado en la telaraña de la drogadicción. Cuando su viejo salía a trabajar y su mamá iba a la plaza, aprovechaba para fumarse un pucho en el patio de la casa, evitando así que el olor quedara impregnado en las paredes y lo delatara.
Un día, notó con mucho agrado que Brillantino la pasó cantando toda la mañana y toda la tarde. Era un pajarito en celo y su canto no era otra cosa que un llamado angustioso a una pareja imposible. El mochuelo era lo único que le quedaba. En su trino encontraba consuelo a su impotencia emocional de no poder dejar la droga. Aquella noche, al regresar de la calle, en donde se había fumado un pucho, llegó a la casa y en la cama pensó que sólo había una solución: Quitarse la vida. No soportaba seguir siendo la vergüenza de sus padres y sufrir el desprecio de sus antiguos amigos. De pronto, se percató que Brillantino aún cantaba y recordó el verso de la canción de Pacheco, que decía: “Tu cantar, tu lírica canción, es nostálgica como la mía, porque mochuelo soy también de mi negra querida”. Recordó a Lía y recordándola quedó dormido.
Cuando despertó, eran cerca de las ocho de la mañana. Supuso que su mamá ya le había puesto la comida a Brillantino.  Se levantó y salió al patio a saludarlo. Al llegar a la jaula, sintió que la resaca de la marihuana estaba haciendo mella en su organismo. Pero no, no era la resaca, era la realidad. Brillantino estaba muerto.
Diez años después, totalmente recuperado de la drogadicción y no obstante considerarse culpable, tiene claro  que la muerte de Brillantino, fue su salvación. Aquella mañana por estar bajo el efecto de la droga no le puso su comida. Su canto de todo el día y el muy extraño de la noche no eran de amor, como estúpidamente lo había imaginado, sino de hambre. Lo había asesinado. A partir de entonces un sentimiento de culpa tan intenso se apoderó de él, que el mismo terminó por desprenderlo de la angustiosa necesidad de la cannabis, origen de semejante infamia. Y aunque con el tiempo tuvo que reconocer que la canción de Pacheco, no era más que una grosera y maléfica creación contra la libertad de las aves canoras del planeta, la última estrofa, en su caso muy particular, parecía palabra de cura ibérico:

Es que para el animal no hay
                                                 un Dios que lo bendiga.



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