Todas las mañanas llegaban al frondoso árbol de Campano en
donde, como es su costumbre, se habían apoderado de un nido de comején para
poner sus huevos y empollarlos. El parque infantil del barrio, en esos momentos
de algarabía tropical tomaba otra dimensión, era algo así como otro mundo
inmerso en la mole de concreto y cemento en que se ha convertido nuestra ciudad
en aras de la civilización, la misma que hoy día tiene al borde del colapso
ambiental a la súper civilizada Pekín. Eran unas avecillas que sólo alegría,
disfrute y complacencia traían a los habitantes del entorno. Se trataba de una
bandada de loros del género aratinga, llamados comúnmente “carasucias”, que
miden no más de 25 centímetros de la cabeza a la cola. Se les encuentra en
áreas semiabiertas, al norte de Colombia en Magdalena, Guajira y Cesar, en los
Llanos de Orientales, por todo el valle del Magdalena y también en la sabana de
Bogotá.
Algunos vecinos permanecíamos vigilantes de que ningún
malintencionado se acercara para hacerles daño ni mucho menos para robarles sus
crías, pero no fue suficiente. La capacidad de destrucción del ser humano
parece infinita. Por algo es la única especie que mata por el placer de matar,
mientras las demás lo hacen para comer, alimentarse y sobrevivir, la nuestra lo
hace por gusto, por diversión. Y esto desde el Rey de España, cazando elefantes
en África, hasta el pelaito que sale por los follajes de nuestras carreteras
con una honda a cazar pájaros, lobitas, tortolitas, mejor dicho lo que se
atraviese y se convierta en objetivo
para dispararle su asesina piedra, por el sólo placer de verlos morir,
así tan estúpida muerte no le beneficie en nada.
Una noche, seguramente
sin luna, ese desquiciado o desquiciados aprovechando la oscuridad,
vara en mano asaltaron el parque, arremetiendo contra la morada de los indefensos
animalitos, cuya única incorrección fue haber confiado en que nuestra especie,
a más de no agredirles defendería su nidal, comprometiéndose ellos a solazarnos
con sus parloteos mañaneros alegrando el ambiente, como diciéndonos que no nos
preocupáramos, que la vida bien valía la
pena vivirse, siempre y cuando confiáramos en ella. Pero cuán equivocado
estaban. Aquella fatídica noche, una vara asesina comenzó a reventar su morada
de barro. A la mañana siguiente, en aquél parque sólo se encontraban desperdigados
por el suelo, como después de un bombardeo de los que tanto se producen
diariamente en todo el planeta, trozos de lo que una vez fue un rústico pero
fuerte termitero y posteriormente un acogedor nido-refugio de pericos
carisucios. Los depredadores de turno habían hecho exitosamente su trabajo
destructivo, como cualquier ejercito imperial.
A esos jóvenes digo, pues no quisiera pensar que fuesen
adultos los autores de tal despropósito, jamás se les ocurrió pensar cuál
habría sido su comportamiento, si una noche cualquiera como aquella en que
ellos cometieron su vandálica acción, unos dementes hubiesen llegado a su casa,
como sucede a diario en este país desde hace más de 50 años, y sin motivo
aparente alguno comenzaran a lanzar granadas y bazucas por el sólo placer de
destruir las casas de sus padres, sin importarle que dejaran a sus seres
queridos y a ellos sin techo ni hogar. Seguramente otra cosa hubieran terminado
por hacer; infortunadamente no tuvieron tiempo para pensar y su instinto
destructivo los superó y determinó. Hoy día, las mañanas no son tan alegres
como antes en el Parque Infantil del Taminaca.
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