domingo, 13 de noviembre de 2011

La joven del colegio.

Cuento.
Por Armando Bruges Dávila.
Una vez embarcado, la buseta destartalada y oxidada, siguió su marcha, pistoneando con ese estilo anacrónico tercermundista que las identifica tanto aquí como en África. Parecía querer robarle aire al tiempo para durar un poco más en servicio, antes de terminar arrumada frente a un solar cualquier día.
El desgreño de la ciudad se notaba en su avenida principal, otrora de dos vías, ahora de una, pero con los mismos dos carriles y atestada de toda clase de vehículos. Y como si fuera poco atiborrada a lado y lado de tenderetes que la cultura popular terminó llamando “Agachates”. En ellos se venden desde cordones, pasando por CD pirateados, relojes, calzados, herramientas, incluso vestidos de mujer de dudosa procedencia asiática. Nadie entendía por qué estaban allí, después de haber hecho el Estado una inversión millonaria en la urbe, dizque para ponerla a tono con las nuevas exigencias turísticas mundiales. Las malas lenguas, esas a las que el pueblo denomina “voces de la calumnia” decían que los ventorrillos eran propiedad de concejales y políticos locales.
Ensimismado iba en mis pensamientos, cuando la vi sobre la acera. Era una mujer de unos 70 años, sus gafas bifocales no alcanzaban a darle ese aire erótico que en algunas mujeres más jóvenes, parece producir de manera misteriosa esta prenda. Por el contrario, acentuaban más su edad. Parecía esperar algo… Sorpresivamente levantó la mano para solicitar un pare a la buseta en donde iba. El chofer orilló el vehículo y ella con esfuerzo y algo de torpeza logró subir. Como es la irresponsable costumbre, no bien había puesto los pies en el vehículo, éste arrancó haciendo que la nueva pasajera perdiera el equilibrio y cayera sobre las piernas de otra señora en un asiento aledaño. Detalle este que permitió quedara un puesto delante mío y en la hilera contraria, lo cual la hizo quedar en un sitio donde pude observarla a mi antojo.
A partir de ese instante, mi mente voló a través del tiempo unos 50 años atrás. Me encontré en la misma avenida, pero unas tres cuadras antes, en esa época totalmente despejada tanto de vehículos como de “Agáchates”. Era una mañana soleada, se celebraba el 20 de julio, día de la independencia nacional. Ocasión durante la cual todas las instituciones escolares desfilaban por las principales calles, luciendo sus vistosos uniformes de gala y sus relucientes instrumentos musicales a los que llamábamos, en nuestro afán loco de imitar, con el terrorífico nombre de “bandas de guerra”.
Me recuerdo de pie en una de las aceras. A mi espalda el teatro de la ciudad y al frente la casa cural de la Iglesia Catedral. A lo lejos divisé el uniforme blanco de las peladas del colegio público femenino más importante de la ciudad. Era una institución educativa de estudios comerciales a donde todos los padres de escasos recursos aspiraban que ingresaran sus hijas, dado que allí las preparaban para el trabajo en oficina. Un empleo para sus hijas en la administración pública, era la mejor y tal vez la única posible opción que tenían de lograr un trabajo que les permitiera a las niñas contribuir a la economía del hogar. Para ellas, la universidad era sólo un sueño de hadas.
Allí, encabezando el desfile y portando el estandarte de la institución, estaba ella. Radiante. Parecía una diosa del Olimpo. Su piel blanca, semejaba nácar de las profundidades Caribe. Su nariz recta le daba un aire de guerrera troyana. Sólo semejante belleza podía llevar con tanta elegancia y donaire insignia tan digna. Su paso largo y alegre la asemejaba a gacela en llanura africana. Su uniforme blanco de falda corta y cuello alto, la hacía aquella mañana de julio, increíblemente exótica.
No me quedaba duda: la mujer que tenía delante, era ella, pero ahora sometida por el tiempo y por la vida misma. Verla descender de la buseta fue duro. De aquella belleza helena, de andar elegante, ligero y sexy no quedaba sino un cuerpo corvo y jadeante. Cronos inexorable, se había negado a condonarle su deuda de eterna juventud.
De repente, una especie de terror límbico invadió mi cuerpo. Acababa de ser consciente que ese tiempo y esa vida a la cual me refería, también tenían que ver conmigo, pero que mi cerebro, seguramente como el de mi compañera de viaje, inducido quién sabe por qué mecanismo de vanidad biológica, se negaba a aceptar la triste pero hermosa realidad, de haber llegado, igual que ella, al estado de adultez mayor.

2 comentarios:

  1. Hola, Armando. Muy bien logrado tu relato. El tiempo no perdona; es verdad. Cuando nos encontramos frente a un contemporáneo y miramos en él las huellas de los años, solo estamos mirando un gran espejo. Pero ese espejo es de doble faz, de doble luna; muestra para él las rugosidades y el maltrato que hemos acumulado a lo largo de nuestra existencia.¡Que viva la vida, con todo lo que nos ha deparado en cada una de sus facetas!
    aBRAZO CORDIAL. JOSÉ ALEJANDRO.

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  2. Adultez mayor, eso da la opción de la adultez menor. Cada vez nos inventamos cosas para evadir la verdad, monda y lironda. Nos envejecimos. Aunque no pueden negar que en mi caso la evidencia ha sido perezosa, jeje (Me rio por escrito).
    Recuerdo el uniforme blanco con el cuello orlado en rojo, que descendía por el frente,del Instituto Magdalena. Tal vez era el uniforma más sencillo, pero el más destacado también.
    De modo que aquella muchachona de tu juventud se te apareció casi que en espectro fantasmal, sólo para tocarte el hombro y mostrarte que las hojas del calendario caen una tras otra, caigale a quien le caiga. A mi me ocurrió algo que me hizo erizar la piel: me disponía a bajar de la buseta, por el parque sesquicentenario cuando caí en la cuenta que la letra del disco que sonaba decía: "Platano maduro no vuelve a verde". La verdad que ese encuentro con lo inevitable e irreversible, hizo que al bajar de la bhuseta durara un buen rato recostado a la pared.

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