lunes, 28 de octubre de 2013

Una cosa es decir y otra hacer.


Por Armando Brugés Dávila.

El mayor problema de América Latina, mejor dicho de su clase dirigente  ha sido, como bien lo expresara en alguna ocasión  el doctor Abdón Espinosa Valderrama, “el abandonar sus propias tesis para aceptar sin beneficio de inventario, las que pregonan y profesan otros estados a la luz de sus propios intereses”. Curiosamente, a través de los tiempos  eminentes estadistas latinoamericanos, entre los que podemos destacar a Carlos Menen de Argentina, Carlos Salinas de Méjico, Carlos Andrés Pérez de Venezuela y Alan García del Perú entre otros, han coincidido en afirmar que la salvación de América Latina sólo era posible mediante la unión de sus pueblos, como lo propusiera desde 1815 el Libertador Bolívar.
En la Quinta reunión de Presidentes de los países miembros del Pacto Andino (1989) realizada en Caracas, por ejemplo, durante la presidencia de Carlos Andrés Pérez; Bolivia, Ecuador, Perú, Venezuela y Colombia, coincidieron en afirmar que con el establecimiento de una zona de libre comercio, se iniciaba la gestión más importante para el logro de una real integración económica. Falsa ilusión.  Esa integración, por razones obvias,  no interesaba a Estados Unidos, y ellos, nos guste o no, mandaban totalmente la parada en la región. Recordemos que por la misma razón boicotearon el Congreso Anfictiónico en Panamá, al que Bolívar comparaba con “un coloso que haría temblar la tierra y ante la cual ningún estado podría resistirse”. De igual manera la Asamblea Nacional Constituyente de nuestro país en 1991, lo primero que hizo fue invitar a los gobiernos latinoamericanos a institucionalizar rápidamente la Comunidad Latinoamericana de Naciones, pero la fecha que propusieron para ello, 12 de octubre de 1992, ya de por si resultaba sospechosa en su intencionalidad. Igual, tampoco se concretó nada. Pero curiosamente en ese mismo año surgió un híbrido llamado Organización de Estados Iberoamericanos, que de inmediato fue apoyado por Estados Unidos y en la que aparecen involucrados países que, como dicen ahora los jóvenes, “nada que ver”. A ella pertenecen Estados como Andorra, España, Filipinas, Guinea Ecuatorial y Portugal. Su propósito se veía a leguas: ir a ninguna parte. Sus reuniones no han tenido proyección alguna. Es más, en una de ellas el monarca europeo, recordando tiempos idos, mandó a callar de manera por demás irrespetuosa y grosera a un presidente latinoamericano, atentando contra la majestad de su investidura. La propuesta resultó muy parecida a la contrapropuesta que en su momento hiciera Rivadavia desde Buenos Aires a Bolívar,  en la que le proponía una asamblea en la que participarían  España, Portugal, Grecia, Estados Unidos, México, Colombia, Haití, Buenos Aires, Chile y Perú. Todo lo anterior, para concluir que la unión latinoamericana siempre fue de buen recibo al interior de su clase dirigente, pero de labios para afuera. Cuando los  presidentes Lula y Chávez iniciaron  el proceso de constitución de UNASUR, la Argentina de Menem, el México de los Salina, el Perú de Alan García, igual que la Venezuela de los Pérez y Calderas, hicieron mutis por el foro, mientras que en Colombia  el presidente Uribe, después de solicitarle al venezolano ayuda diplomática para que le colaborara con la liberación de los secuestrados por la guerrilla,  lo acusó de “dictador y expansionista”. Epítetos curiosamente similares a los utilizados por la Cancillería estadounidense contra Bolívar cuando proponía la Gran Alianza Hispanoamericana, a quien señalaban  de usurpador, insaciable déspota e individuo arrogante.
Como solían decir los directores del cine mejicano en su época de oro: “Cualquier parecido es pura coincidencia”. Bien se puede decir, que el problema en América Latina no es de forma: es y sigue siendo, fundamentalmente de contenido. El nudo en Latinoamérica no está en lo que su clase  dirigente dice sino en lo que hace, presionada por la avaricia y el facilismo que, para saciarla, le ofrecen los poderosos expoliadores planetarios.




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