Por Armando Brugés Dávila.
El mayor problema de América Latina, mejor dicho de
su clase dirigente ha sido, como bien lo
expresara en alguna ocasión el doctor
Abdón Espinosa Valderrama, “el abandonar sus propias tesis para aceptar sin
beneficio de inventario, las que pregonan y profesan otros estados a la luz de
sus propios intereses”. Curiosamente, a través de los tiempos eminentes
estadistas latinoamericanos, entre los que podemos destacar a Carlos Menen de
Argentina, Carlos Salinas de Méjico, Carlos Andrés Pérez de Venezuela y Alan
García del Perú entre otros, han coincidido en afirmar que la salvación de
América Latina sólo era posible mediante la unión de sus pueblos, como lo
propusiera desde 1815 el Libertador Bolívar.
En la Quinta reunión de Presidentes de los países
miembros del Pacto Andino (1989) realizada en Caracas, por ejemplo, durante la
presidencia de Carlos Andrés Pérez; Bolivia, Ecuador, Perú, Venezuela y
Colombia, coincidieron en afirmar que con el establecimiento de una zona de
libre comercio, se iniciaba la gestión más importante para el logro de una real
integración económica. Falsa ilusión. Esa integración, por razones
obvias, no interesaba a Estados Unidos, y ellos, nos guste o no, mandaban
totalmente la parada en la región. Recordemos que por la misma razón
boicotearon el Congreso Anfictiónico en Panamá, al que Bolívar comparaba con
“un coloso que haría temblar la tierra y ante la cual ningún estado podría
resistirse”. De igual manera la Asamblea Nacional Constituyente de nuestro país
en 1991, lo primero que hizo fue invitar a los gobiernos latinoamericanos a
institucionalizar rápidamente la Comunidad Latinoamericana de Naciones, pero la
fecha que propusieron para ello, 12 de octubre de 1992, ya de por si resultaba
sospechosa en su intencionalidad. Igual, tampoco se concretó nada. Pero
curiosamente en ese mismo año surgió un híbrido llamado Organización de Estados
Iberoamericanos, que de inmediato fue apoyado por Estados Unidos y en la que
aparecen involucrados países que, como dicen ahora los jóvenes, “nada que ver”.
A ella pertenecen Estados como Andorra, España, Filipinas, Guinea Ecuatorial y
Portugal. Su propósito se veía a leguas: ir a ninguna parte. Sus reuniones no
han tenido proyección alguna. Es más, en una de ellas el monarca europeo,
recordando tiempos idos, mandó a callar de manera por demás irrespetuosa y
grosera a un presidente latinoamericano, atentando contra la majestad de su
investidura. La propuesta resultó muy parecida a la contrapropuesta que en su
momento hiciera Rivadavia desde Buenos Aires a Bolívar, en la que le proponía una asamblea en la que
participarían España, Portugal, Grecia,
Estados Unidos, México, Colombia, Haití, Buenos Aires, Chile y Perú. Todo lo
anterior, para concluir que la unión latinoamericana siempre fue de buen recibo
al interior de su clase dirigente, pero de labios para afuera. Cuando los presidentes Lula y Chávez iniciaron el proceso de constitución de UNASUR, la
Argentina de Menem, el México de los Salina, el Perú de Alan García, igual que
la Venezuela de los Pérez y Calderas, hicieron mutis por el foro, mientras que en
Colombia el presidente Uribe, después de
solicitarle al venezolano ayuda diplomática para que le colaborara con la
liberación de los secuestrados por la guerrilla, lo acusó de “dictador y expansionista”.
Epítetos curiosamente similares a los utilizados por la Cancillería
estadounidense contra Bolívar cuando proponía la Gran Alianza Hispanoamericana,
a quien señalaban de usurpador, insaciable déspota e individuo arrogante.
Como solían decir los directores del cine mejicano en
su época de oro: “Cualquier parecido es pura coincidencia”. Bien se puede decir,
que el problema en América Latina no es de forma: es y sigue siendo,
fundamentalmente de contenido. El nudo en Latinoamérica no está en lo que su
clase dirigente dice sino en lo que hace, presionada por la avaricia y el
facilismo que, para saciarla, le ofrecen los poderosos expoliadores
planetarios.
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